Cambio en España
El presidente del gobierno español, José Luis Rodríguez Zapatero, vio venir la tormenta semanas atrás y declinó presentarse a la reelección. Lo hizo a tiempo, pero sufrió ahora como jefe del PSOE la derrota más absoluta de su historia en las elecciones municipales y autonómicas del domingo 22 de mayo.
Si los socialistas veían con aprensión el resultado, el Partido Popular y su jefe Mariano Rajoy quizás no imaginaron las dimensiones de su victoria. Todo el mapa español se tiñó de azul, y el PP surgió con una fuerza inesperada, grato episodio para ellos, pero al mismo tiempo excepcionalmente comprometedor.
En efecto, el tiempo de España no está para celebrar victorias.
En situaciones de crisis, las alternativas de cambio suelen estrellarse contra realidades que no se superan con simples postulados ideológicos.
Durante los días precedentes al domingo 22, Madrid fue sacudida por el Movimiento de los Indignados, congregados por miles en la Plaza del Sol. Fue una expresión de protesta contra el desempleo que llega a cifras muy altas entre los jóvenes y no como expresión de "guerra contra el capitalismo" como algunos ociosos presentaron el episodio en Venezuela.
Los problemas que desgastaron al partido socialista son complejos y no se superan de la noche a la mañana. Es probable que Zapatero hiciera lo que desde el Estado podía intentarse. Pero los recursos en países que no tienen rentas generadas por el petróleo son necesariamente limitados. Excederse en los gastos sin respaldo habría creado mayores complicaciones, y este es un asunto que Zapatero manejó con cautela.
A la hora en que todo se niega, conviene reconocer que trató de no ir más lejos de lo prudente. Si hubiera optado por ofrecer empleos a costa del tesoro público, quizás la derrota no habría tenido esas proporciones. Ahora le toca al PP hacer el milagro.
Tiempo al tiempo.
Es obvio que no sólo a la situación económica se le puede imputar la responsabilidad de la derrota socialista. Digamos que las dimensiones de ésta equivalen más a un castigo, y en esto contaron sus contradicciones y sus inconsecuencias. Jugaron al pragmatismo para cerrar los ojos a sus compromisos con la democracia en América Latina.
Les importó un bledo que determinados países vulneraran el Estado de Derecho o violentaran las libertades y los derechos humanos. Prefirieron los negocios sin reparar que un partido socialista tiene compromisos éticos intransferibles. Muchas veces fueron más allá del pragmatismo hasta llegar a los extremos de la connivencia. En manos de Zapatero el socialismo español se desmintió a sí mismo y olvidó, además, la solidaridad de la democracia latinoamericana en sus tiempos de adversidad.
Frente a los hechos, al PSOE no le queda otra alternativa que convocar a elecciones generales. Sería inverosímil que el presidente del Gobierno pretendiera prolongar su propia agonía, causándole daños inmerecidos al pueblo español.
Si los socialistas veían con aprensión el resultado, el Partido Popular y su jefe Mariano Rajoy quizás no imaginaron las dimensiones de su victoria. Todo el mapa español se tiñó de azul, y el PP surgió con una fuerza inesperada, grato episodio para ellos, pero al mismo tiempo excepcionalmente comprometedor.
En efecto, el tiempo de España no está para celebrar victorias.
En situaciones de crisis, las alternativas de cambio suelen estrellarse contra realidades que no se superan con simples postulados ideológicos.
Durante los días precedentes al domingo 22, Madrid fue sacudida por el Movimiento de los Indignados, congregados por miles en la Plaza del Sol. Fue una expresión de protesta contra el desempleo que llega a cifras muy altas entre los jóvenes y no como expresión de "guerra contra el capitalismo" como algunos ociosos presentaron el episodio en Venezuela.
Los problemas que desgastaron al partido socialista son complejos y no se superan de la noche a la mañana. Es probable que Zapatero hiciera lo que desde el Estado podía intentarse. Pero los recursos en países que no tienen rentas generadas por el petróleo son necesariamente limitados. Excederse en los gastos sin respaldo habría creado mayores complicaciones, y este es un asunto que Zapatero manejó con cautela.
A la hora en que todo se niega, conviene reconocer que trató de no ir más lejos de lo prudente. Si hubiera optado por ofrecer empleos a costa del tesoro público, quizás la derrota no habría tenido esas proporciones. Ahora le toca al PP hacer el milagro.
Tiempo al tiempo.
Es obvio que no sólo a la situación económica se le puede imputar la responsabilidad de la derrota socialista. Digamos que las dimensiones de ésta equivalen más a un castigo, y en esto contaron sus contradicciones y sus inconsecuencias. Jugaron al pragmatismo para cerrar los ojos a sus compromisos con la democracia en América Latina.
Les importó un bledo que determinados países vulneraran el Estado de Derecho o violentaran las libertades y los derechos humanos. Prefirieron los negocios sin reparar que un partido socialista tiene compromisos éticos intransferibles. Muchas veces fueron más allá del pragmatismo hasta llegar a los extremos de la connivencia. En manos de Zapatero el socialismo español se desmintió a sí mismo y olvidó, además, la solidaridad de la democracia latinoamericana en sus tiempos de adversidad.
Frente a los hechos, al PSOE no le queda otra alternativa que convocar a elecciones generales. Sería inverosímil que el presidente del Gobierno pretendiera prolongar su propia agonía, causándole daños inmerecidos al pueblo español.
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