
Cuando regresa al rancho Izaguirre en Teuchitlán (estado de Jalisco, centrooccidente de México), ya no en secreto sino con autorización oficial, a Virginia Ponce se le estruja el corazón al ver que este sitio no está como lo recordaba: lo ve “limpio”, como desmantelado. No apesta a humedad, tampoco está polvoso ni abandonado; cientos de personas lo recorren, lo pisan y manosean ahora mismo —por invitación de las fiscalías Federal y de Jalisco—, aunque ella, que rastrea sitios de exterminio, sabe que es la escena de muchos crímenes y seguramente conservaba evidencias forenses.
No puede reconciliar este sitio “maquillado” con el que se le metió en las pesadillas nocturnas tras una de las visitas furtivas que hizo con otras madres buscadoras en enero y febrero de 2025, cuando aún estaban crecidas las cañas en los terrenos colindantes. Esos días lo revisaron a escondidas y con miedo; momentos antes de irse, escucharon un grito: “¡Mamááá!”.
“Pensé que solo yo había escuchado, pensé que era mi mismo miedo que yo tenía, y no, mis compañeros escucharon ese lamento pidiendo ayuda. Y cuando escucho el video se oye ese ‘mamá’. ¿A cuál de las mamás de nosotras le estaba hablando? Fue muy triste y doloroso”, dice, y del puro recordar se le llenan los ojos de lágrimas a esta mujer que lleva cuatro años y nueve meses en la búsqueda de su hijo Víctor Hugo Meza y que lidera el colectivo Madres Buscadoras de Jalisco.
“Encontramos prendas tiradas por toda esa parte de ahí, era un olor insoportable, un alteronón de zapatos por donde quiera. Todo tirado”, dice mostrando todo alrededor, donde ya no existe nada. Se queja de que esta visita a la que fue invitada por las autoridades a participar es una burla. “Nos trajeron como a un museo, pero siquiera en un museo tú ves o puedes preguntar, y aquí nadie te dijo a qué venías o qué trabajos habían realizado. Es una burla”.
Los reclamos son generalizados. “Nada que ver [de lo que había], ya limpiaron. Estaba tapada la ropa con una lona, y olía muy feo. De hecho, había una bata colgada con sangre, muchas cobijas aquí y en la parte de afuera. Ahora ya está muy pisado todo aquí”, asegura Adriana Ornelas, integrante también del colectivo —ella busca a su hijo veinteañero, Paul Gabriel Sánchez—, y quien siente que desde enero a este rancho le han ido sacando cosas.
No están las gallinas y los gatos, la comida enlatada (sopas instantáneas, latas de sardinas, harina de?hot cakes), la enorme pila de platos (más de 100), los zapatos de goma y botas que había en cajas nuevas, las dos bases de cama, los colchones, una estatua enorme de la Santa Muerte y más objetos que tampoco vio en las transmisiones que hizo el colectivo Guerreros Buscadores de Jalisco, que ingresó el reciente 5 de marzo acompañado del fotógrafo Ulises Ruiz, de la agencia francesa AFP, cuyas imágenes de los cientos de zapatos y prendas de ropa abandonados y más de 1.000 objetos sin dueño lucían como vestigios de una catástrofe a la que pocos sobreviven.?La catástrofe del reclutamiento forzado, y de la desaparición de personas que azota a México.
A partir del 8 de marzo, cuando?el diario La Jornada llevó en portada la noticia del crematorio clandestino, la información comenzó a tomarse en serio y a publicarse en la prensa nacional.
Esos zapatos huérfanos y la noticia de que, desde septiembre de 2024, el rancho estaba bajo resguardo de la fiscalía estatal y, a pesar de que encontraron tres personas con reporte de desaparición (una muerta envuelta en un plástico) y detuvieron a 10 supuestos integrantes del cártel, abandonaron las evidencias, lograron que el país entero volviera los ojos a Jalisco, que se hicieran homenajes luctuosos a las víctimas en las plazas de 40 ciudades, y que la presidenta Claudia Sheinbaum anunciara que atender la desaparición de personas es una prioridad nacional.
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